Porque, de una manera u otra:
Todos hemos tenido nuestras rebeldías interiores.
Todos hemos tenido nuestras experiencias de irnos de casa.
Todos hemos olvidado alguna vez el corazón y el dolor de nuestro Padre Dios.
Todos hemos vivido nuestros momentos de terribles vacíos interiores.
Todos hemos sentido miedo a que nos rechacen y echen de casa al llegar.
Porque ¿quién de nosotros nunca ha experimentado el frío de la noche sin el calor del hogar paterno?
Porque ¿quién de nosotros no ha pasado por esos momentos en los que, en vez del pan caliente del hogar, hemos alimentado nuestras vidas con las cosas placenteras o de la borrachera o simplemente de prescindir de todo?
Porque, ¿quién de nosotros no ha tenido miedo a regresar o que incluso ha regresado y no siempre ha encontrado unos brazos calientes sino el rechazo y el mal humor de un confesor con dolor de hígado?
Porque, ¿quién no ha experimentado, alguna vez en su vida, unos brazos abiertos y calientes y unos besos que nos han abierto la puerta del regreso y nos han invitado a la mesa de la Eucaristía?
En algún momento de nuestras vidas nos hemos sentido ese “hijo que pide su herencia” y se larga de casa. O hemos sentido que más nos parecemos a nuestro hermano mayor, legalista y sin conocer el amor, que se niega a creer en nuestro regreso y hasta se escandaliza de que Dios nos ame tanto a los pródigos y haga fiesta por nosotros.
Pero la parábola no tiene tanto la finalidad de describirnos a nosotros mismos, sino de describir el corazón de Dios y de invitarnos a amar como él ama y a perdonar como él perdona y a celebrar como él celebra el regreso de alguien a la casa de la Iglesia que es la casa del Padre. Él sale a recibir al hijo que regresa de lejos. Y sale a llamar al hijo que está cerca y se niega a entrar.